"In vino veritas"
(en el vino está la verdad)
Con el vino se engrasan las bielas,
¡ay las bielas!, ¡ay, las bielas!
Con el vino se engrasan las bielas
y se suben las cuestas mejor.
(Canción popular)
Valleluengo no puede ni debe
presumir de haber alcanzado fama alguna por la exquisitez de sus vinos. No, ni
mucho menos. Los nuestros eran unos vinos más bien mediocres, flojillos,
peleones. Eran vinos de andar por casa. Vinos que se bebían como el agua, pero
que, a pesar de todo, tenían la fuerza suficiente (o al menos la voluntad) de
resucitar el ánimo y, en más de una ocasión, por qué no decirlo, avivaban más
que el ánimo y de eso puedo dar fe.
El vino no podía ser de calidad,
entre otras razones, porque la uva, condicionada por la climatología y el
terreno, no llegaba a alcanzar el grado suficiente de maduración. Por ese
motivo el vino tenía ese toque de acidez, que te hacía chasquear la lengua y
acuñar[1]
los ojos bruscamente, arrugando el morro cuando lo catabas.
Cada familia tenía sus propias
viñas, que cuidaba, - ¿cómo que cuidaba? -, que mimaba como a un niño durante
todo el año. Incluso se permitían encargar y pagar a un guarda para que
vigilara las tentaciones de los transeúntes durante los meses del verano. Al
pie de la carretera apostaba la choza que, por cierto, para los rapaces no
dejaba de ser un reclamo para la aventura. Era divertido cuando conseguías
burlar la vigilancia, (el típico sabor infantil del juego de policías y
ladrones).
Cada familia producía el vino que
necesitaba para el gasto del año. Más o menos. Del mismo modo se producían los
demás alimentos o recursos para poder subsistir. Formábamos parte de lo que se
llamaba la economía doméstica o de consumo (yo diría de subsistencia). (Se
produce únicamente lo que se va a consumir en casa, no se produce cara al
mercado). Si hay necesidad de adquirir productos que no existen o no se dan en
el pueblo: naranjas, pescado, etc., se recurre al trueque o intercambio: una
docena de huevos (“…y los güevos siempre
pa bajo…” – le decía la ti Petronila a Olibor) por un kg de naranjas, por
ejemplo.
Elaboración del vino
La vendimia - finales de
septiembre o a primeros de octubre - era una fiesta para todos, sobre todo para
los rapaces del pueblo, porque no ibas a la escuela y, además que te lo pasabas
superbién. Dolían los cadriles[2]
y pesaban los cestos cargados con la uva, desde las parras hasta los talegones[3],
que esperaban de pie sobre la carreta.
Pero todo eso se compensaba luego con la merienda: el catramuello[4]
de pan con aquel tocino amarillento y rancio que, en aquellas alturas del año
ya no quedaba de la reserva de la matanza del año anterior y, entonces, había
que comprarlo al ti Casimiro, a Olibor, a Visita o a Gabilondo (todos de Peque
o de Peica, que decíamos antes).
De vuelta a casa o a la bodega,
ya entrada la noche, se pisaban las uvas, en una pila o lagar construido al
efecto, en la bodega o en el pozal[5],
si se hacía en casa. Y eso también compensaba las fatigas de la jornada. ¡Qué gozada!
Imaginaos, allí descalzos, pisando, estrujando las uvas, que se derramaban a
borbotones debajo de los pies. Una danza sin ritmo ni control, pero una danza
libre, un juego completo de expresión corporal, uno de los ratos más divertidos
e inolvidables. Imaginaos, los pies descalzos en pleno mes de octubre (los
baños en el río o en la poza los Chiqueros – los únicos momentos en los que los
pies podían sentir la caricia del agua – habían terminado en el mes de
agosto) y aquella roña[6]
negra, secular y perenne (de hoja perenne, efectivamente) se adhería como un
luto perpetuo a la piel. Bueno, pues el caso es que allí, al contacto con las
uvas y con el mosto la roña se ablandaba y los pies quedaban limpios como el
jaspe. No pasa nada – nos decían – porque la fermentación se lo lleva todo,
quema todo lo que haya de malo dentro de la cuba. Y no pasaba nada de nada,
porque antes de fermentar probábamos el mosto y ¡uy, qué rico!
El mosto se repartía en las cubas
y toneles. Siempre se reservaba una o uno para el mejor vino. En ese caso se
echaba sólo mosto y no se abriría hasta que llegaran las faenas del verano. El
resto del mosto, junto con la madre[7],
iba todo junto a la cuba grande o a las demás cubas, que se rellenaban con
agua, más o menos, según el gusto o las necesidades (cantidad de bocas en casa)
de cada cual. Se dejaba que fermentara (que hirviera decían entonces) durante
unos ocho días. A continuación se le echaba un conservante (le decían
conservador) químico para que no se picara el vino y se tapaba la cuba (una
pequeña ventana que tenía justo en el centro, en la parte superior) con una
masa de barro. Generalmente, cuando llegaba el día de Todos los Santos se
encetaba[8]
la cuba y, si el vino se dejaba, ("rompe el cristal" - lo decían mirando el vaso a trasluz) pues…ya todo seguido, hasta que se acabase.
(Durante el proceso de fermentación era necesario tomar
precauciones, sobre todo en la bodega. Era peligroso respirar el anhídrido carbónico
que se desprendía. Por eso, siempre se tenía a mano una vela o un candil (a la
entrada de la bodega). Si se apagaba, malo, señal de que había falta de oxígeno.)
Aprovechamiento de los derivados (el aguardiente)
Unos días antes del comienzo de
las vendimias se limpiaban las cubas, se les sacaba la madre, en este caso
convertida en heces (hieces o yeces), se cargaban en la carreta y se llevaban a
quemar al alambique de Uña o de Vega. El aguardiente que se obtenía se repartía
a partes iguales entre el alambiquero y el que había ido a quemar. Creo
recordar que por lo general se solía llevar a casa en torno a un cántaro[9]. Esa podía ser la cantidad que correspondía al consumo normal
del año. ¿Es mucho? Bueno, hay que tener en cuenta que el aguardiente (más de
40º) lo tomaba hasta la abuela. En los días de invierno era el desayuno habitual de la mayoría de los hombres (un trago o dos y una galleta) y lo mismo durante la siega, por la
mañanica bien temprano. Y los rapacicos, antes de ir a la escuela (también en
el invierno) comían aquella rebanada de pan con unas goticas por encima (y sabía
a gloria, ya lo creo). Y cuando te dolía la tripa era un tonificador digestivo
perfecto (“abuela, que me duele la barriga”…y
ahí tenías el truco, no fallaba nunca -por lo menos a mí-)
De cualquier modo, si a alguien le
parece un consumo excesivo, voy a contar una anécdota. Sería por el año 1980.
Estaba yo en Santibáñez y un día – en torno a las Navidades – alguien del pueblo me encargó que le llevara
un cántaro de aguardiente (en Santibáñez había dos alambiques y una alcoholera).
Por San Blas me hizo el mismo encargo y yo le dije: “- Pero si te traje hace poco un cántaro. – Coño, sí – me contestó –
pero ya sabes, todos los días moja, moja…”
Las bodegas
Para garantizar una buena
conservación del vino era necesario que el lugar donde estuvieran las cubas
fuera lo suficientemente fresco y oscuro (que no le dé la luz). El lugar ideal
era, sin duda, la bodega. Quienes no tenían la suerte de disponer de una, pues
se las ingeniaban lo mejor que podían: buscaban el rincón de la casa que
reuniera esas condiciones o puede que en algún pajar o algunos, que se lo
pensaron mejor, en un sótano.
La existencia de las bodegas da
el grado de importancia que se le daba al vino. Una bodega era una construcción
muy laboriosa, tanto por el esfuerzo y por el trabajo que suponía como por el tiempo
empleado. Había que hacerla a pico y pala.
No había muchas bodegas en el
pueblo, he contado ocho. Existen indicios o restos de otras que se empezaron,
pero que, por alguna razón, no llegaron a buen término.
El paso del tiempo ha sido implacable y ha vencido sin compasión la mayor parte de esas bodegas. Sólo se resisten en pie dos de ellas, y no del todo. Aparecen deslomadas y medio enterradas entre la maleza.
Bodega del ti Florencio |
Bodega de Celestino |
Bodega de Sixto |
Bodega de Ricardo y de Isaac |
Bodega de Santiago Ferrero |
Bodega de David |
Bodega del ti Antonio |
Algunas anécdotas
En la bodega, debajo de la cuba,
siempre estaba dispuesto el vaso de cristal, un vaso de cuartillo, del mismo
color que el vino, porque nunca había catado ni el agua ni el jabón. Antes de
llenar la jarra, con la que se llenaría a continuación la garrafa de 8 l ó de 4
l, se escanciaba el vino en el vaso y se saboreaba como si de un ritual a Baco,
dios del vino, se tratara.
Mis recuerdos me llevan a cuando
Jesús el Cojo y también Celestino (a los que recuerdo con cariño) nos pedían a
los rapaces que encontraban por el camino que les acompañásemos a buscar el
vino a la bodega. Solían llevar unas farraspicas [1]
de bacalao seco, sin desalar, en el bolsillo y nos las repartían. Cualquiera se
puede imaginar cómo entraba aquel vino y, el bueno de Jesús y de Celestino, que
nunca decían que no a casi nada, pues dame otro vaso y otro y… ¿cómo bajábamos
la cuesta de la Chana?… como volanderas[2]
El cuñado de Jesús, el ti Antonio,
un hombre afable y dicharachero, subía la calle con la garrafa llena. La gente
tomaba el fresco – en el verano, claro está – y él pasaba sin pararse a lo
largo de la calle y, el hombre, con toda su buena intención y por cumplir con las costumbres - no escritas, pero convenidas - decía: “¿queréis
un trago?, no ¿verdad?”, todo a renglón seguido, pregunta y respuesta
unidas, sin cambio, no fuera que se levantara alguien y aceptara la invitación.
[1] Cerrar
los ojos
[2] Riñones
[3] Cestos
de mimbre muy altos (1,20 – 1,50 m)
[4] Pedazo
grande de pan
[5] Recipiente
o artesa de madera en forma de media cuba o tonel
[6] Suciedad
[7] Restos
que quedaban después de pisar las uvas (hollejo, pulpa, piel, granos, etc.)
[8] Empezaba
[9] 16
litros