martes, 6 de marzo de 2012

VINO Y BODEGAS


"In vino veritas"
(en el vino está la verdad)

Con el vino se engrasan las bielas,
¡ay las bielas!, ¡ay, las bielas!
Con el vino se engrasan las bielas
y se suben las cuestas mejor.
(Canción popular)



Valleluengo no puede ni debe presumir de haber alcanzado fama alguna por la exquisitez de sus vinos. No, ni mucho menos. Los nuestros eran unos vinos más bien mediocres, flojillos, peleones. Eran vinos de andar por casa. Vinos que se bebían como el agua, pero que, a pesar de todo, tenían la fuerza suficiente (o al menos la voluntad) de resucitar el ánimo y, en más de una ocasión, por qué no decirlo, avivaban más que el ánimo y de eso puedo dar fe.
El vino no podía ser de calidad, entre otras razones, porque la uva, condicionada por la climatología y el terreno, no llegaba a alcanzar el grado suficiente de maduración. Por ese motivo el vino tenía ese toque de acidez, que te hacía chasquear la lengua y acuñar[1] los ojos bruscamente, arrugando el morro cuando lo catabas.
Cada familia tenía sus propias viñas, que cuidaba, - ¿cómo que cuidaba? -, que mimaba como a un niño durante todo el año. Incluso se permitían encargar y pagar a un guarda para que vigilara las tentaciones de los transeúntes durante los meses del verano. Al pie de la carretera apostaba la choza que, por cierto, para los rapaces no dejaba de ser un reclamo para la aventura. Era divertido cuando conseguías burlar la vigilancia, (el típico sabor infantil del juego de policías y ladrones).
Cada familia producía el vino que necesitaba para el gasto del año. Más o menos. Del mismo modo se producían los demás alimentos o recursos para poder subsistir. Formábamos parte de lo que se llamaba la economía doméstica o de consumo (yo diría de subsistencia). (Se produce únicamente lo que se va a consumir en casa, no se produce cara al mercado). Si hay necesidad de adquirir productos que no existen o no se dan en el pueblo: naranjas, pescado, etc., se recurre al trueque o intercambio: una docena de huevos (“…y los güevos siempre pa bajo…” – le decía la ti Petronila a Olibor) por un kg de naranjas, por ejemplo.

Elaboración del vino

La vendimia - finales de septiembre o a primeros de octubre - era una fiesta para todos, sobre todo para los rapaces del pueblo, porque no ibas a la escuela y, además que te lo pasabas superbién. Dolían los cadriles[2] y pesaban los cestos cargados con la uva, desde las parras hasta los talegones[3], que esperaban de pie  sobre la carreta. Pero todo eso se compensaba luego con la merienda: el catramuello[4] de pan con aquel tocino amarillento y rancio que, en aquellas alturas del año ya no quedaba de la reserva de la matanza del año anterior y, entonces, había que comprarlo al ti Casimiro, a Olibor, a Visita o a Gabilondo (todos de Peque o de Peica, que decíamos antes).
De vuelta a casa o a la bodega, ya entrada la noche, se pisaban las uvas, en una pila o lagar construido al efecto, en la bodega o en el pozal[5], si se hacía en casa. Y eso también compensaba las fatigas de la jornada. ¡Qué gozada! Imaginaos, allí descalzos, pisando, estrujando las uvas, que se derramaban a borbotones debajo de los pies. Una danza sin ritmo ni control, pero una danza libre, un juego completo de expresión corporal, uno de los ratos más divertidos e inolvidables. Imaginaos, los pies descalzos en pleno mes de octubre (los baños en el río o en la poza los Chiqueros – los únicos momentos en los que los pies podían sentir la caricia del agua – habían terminado en el mes de agosto) y aquella roña[6] negra, secular y perenne (de hoja perenne, efectivamente) se adhería como un luto perpetuo a la piel. Bueno, pues el caso es que allí, al contacto con las uvas y con el mosto la roña se ablandaba y los pies quedaban limpios como el jaspe. No pasa nada – nos decían – porque la fermentación se lo lleva todo, quema todo lo que haya de malo dentro de la cuba. Y no pasaba nada de nada, porque antes de fermentar probábamos el mosto y ¡uy, qué rico!
El mosto se repartía en las cubas y toneles. Siempre se reservaba una o uno para el mejor vino. En ese caso se echaba sólo mosto y no se abriría hasta que llegaran las faenas del verano. El resto del mosto, junto con la madre[7], iba todo junto a la cuba grande o a las demás cubas, que se rellenaban con agua, más o menos, según el gusto o las necesidades (cantidad de bocas en casa) de cada cual. Se dejaba que fermentara (que hirviera decían entonces) durante unos ocho días. A continuación se le echaba un conservante (le decían conservador) químico para que no se picara el vino y se tapaba la cuba (una pequeña ventana que tenía justo en el centro, en la parte superior) con una masa de barro. Generalmente, cuando llegaba el día de Todos los Santos se encetaba[8] la cuba y, si el vino se dejaba, ("rompe el cristal" - lo decían mirando el vaso a trasluz) pues…ya todo seguido, hasta que se acabase.
(Durante el  proceso de fermentación era necesario tomar precauciones, sobre todo en la bodega. Era peligroso respirar el anhídrido carbónico que se desprendía. Por eso, siempre se tenía a mano una vela o un candil (a la entrada de la bodega). Si se apagaba, malo, señal de que había falta de oxígeno.)

 Algunos inconvenientes

La flojedad del vino traía como consecuencia algunos efectos colaterales. Se bebía como agua y entraba mansamente, de manera que así se acostumbraba el paladar y se habituaba el cuerpo a esa dosis o ración que se ingería. Lo peor era cuando se iba a la feria o a la Carballeda o a las fiestas de los pueblos. El vino de las cantinas tenía más cuerpo y más graduación, bastante más graduación. Ese vino colocaba. ¿Qué pasaba?, pues que también se bebía como agua. Un cuartillo (cuarto de litro servido en jarras de barro de ese tamaño) y otro y otro más. La vuelta a casa, camino de la Fraga o por el camino Viejo o el camino Rionegro hubiera sido digna del mejor vídeo. No digamos si se elegía el camino del Rebollal, el que llegaba al caño del Retorno, que bajaba en picado y al final se remataba con una mata grande y espesa de zarzas. (Hubo alguien que aterrizó con todos los arreos, y de cabeza, en mitad de las zarzas. Las mozas, que venían detrás, consiguieron rescatarlo)

Aprovechamiento de los derivados (el aguardiente)

Unos días antes del comienzo de las vendimias se limpiaban las cubas, se les sacaba la madre, en este caso convertida en heces (hieces o yeces), se cargaban en la carreta y se llevaban a quemar al alambique de Uña o de Vega. El aguardiente que se obtenía se repartía a partes iguales entre el alambiquero y el que había ido a quemar. Creo recordar que por lo general se solía llevar a casa en torno a un cántaro[9]. Esa podía ser la cantidad que correspondía al consumo normal del año. ¿Es mucho? Bueno, hay que tener en cuenta que el aguardiente (más de 40º) lo tomaba hasta la abuela. En los días de invierno era el desayuno habitual de la mayoría de los hombres (un trago o dos y una galleta) y lo mismo durante la siega, por la mañanica bien temprano. Y los rapacicos, antes de ir a la escuela (también en el invierno) comían aquella rebanada de pan con unas goticas por encima (y sabía a gloria, ya lo creo). Y cuando te dolía la tripa era un tonificador digestivo perfecto (“abuela, que me duele la barriga”…y ahí tenías el truco, no fallaba nunca -por lo menos a mí-)
De cualquier modo, si a alguien le parece un consumo excesivo, voy a contar una anécdota. Sería por el año 1980. Estaba yo en Santibáñez y un día – en torno a las Navidades –  alguien del pueblo me encargó que le llevara un cántaro de aguardiente (en Santibáñez había dos alambiques y una alcoholera). Por San Blas me hizo el mismo encargo y yo le dije: “- Pero si te traje hace poco un cántaro. – Coño, sí – me contestó – pero ya sabes, todos los días moja, moja…”

Las bodegas

Para garantizar una buena conservación del vino era necesario que el lugar donde estuvieran las cubas fuera lo suficientemente fresco y oscuro (que no le dé la luz). El lugar ideal era, sin duda, la bodega. Quienes no tenían la suerte de disponer de una, pues se las ingeniaban lo mejor que podían: buscaban el rincón de la casa que reuniera esas condiciones o puede que en algún pajar o algunos, que se lo pensaron mejor, en un sótano.
La existencia de las bodegas da el grado de importancia que se le daba al vino. Una bodega era una construcción muy laboriosa, tanto por el esfuerzo y por el trabajo que suponía como por el tiempo empleado. Había que hacerla a pico y pala.
No había muchas bodegas en el pueblo, he contado ocho. Existen indicios o restos de otras que se empezaron, pero que, por alguna razón, no llegaron a buen término.

El paso del tiempo ha sido implacable y ha vencido sin compasión la mayor parte de esas bodegas. Sólo se resisten en pie dos de ellas, y no del todo. Aparecen deslomadas y medio enterradas entre la maleza.
Bodega del ti Florencio

Bodega de Celestino




Bodega de Sixto

Bodega de Ricardo y de Isaac



Bodega de Santiago Ferrero
Bodega de David

Bodega del ti Antonio



Algunas anécdotas

En la bodega, debajo de la cuba, siempre estaba dispuesto el vaso de cristal, un vaso de cuartillo, del mismo color que el vino, porque nunca había catado ni el agua ni el jabón. Antes de llenar la jarra, con la que se llenaría a continuación la garrafa de 8 l ó de 4 l, se escanciaba el vino en el vaso y se saboreaba como si de un ritual a Baco, dios del vino, se tratara.
Mis recuerdos me llevan a cuando Jesús el Cojo y también Celestino (a los que recuerdo con cariño) nos pedían a los rapaces que encontraban por el camino que les acompañásemos a buscar el vino a la bodega. Solían llevar unas farraspicas [1] de bacalao seco, sin desalar, en el bolsillo y nos las repartían. Cualquiera se puede imaginar cómo entraba aquel vino y, el bueno de Jesús y de Celestino, que nunca decían que no a casi nada, pues dame otro vaso y otro y… ¿cómo bajábamos la cuesta de la Chana?… como volanderas[2]
El cuñado de Jesús, el ti Antonio, un hombre afable y dicharachero, subía la calle con la garrafa llena. La gente tomaba el fresco – en el verano, claro está – y él pasaba sin pararse a lo largo de la calle y, el hombre, con toda su buena intención y por cumplir  con las costumbres -  no escritas, pero convenidas -  decía: “¿queréis un trago?, no ¿verdad?”, todo a renglón seguido, pregunta y respuesta unidas, sin cambio, no fuera que se levantara alguien y aceptara la invitación.


[1] Trozos en láminas
[2] Mariposas

[1] Cerrar los ojos
[2] Riñones
[3] Cestos de mimbre muy altos (1,20 – 1,50 m)
[4] Pedazo grande de pan
[5] Recipiente o artesa de madera en forma de media cuba o tonel
[6] Suciedad
[7] Restos que quedaban después de pisar las uvas (hollejo, pulpa, piel, granos, etc.)
[8] Empezaba
[9] 16 litros

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